Aunque
vivimos en el avanzado siglo XXI, en donde la ciencia ha desvelado infinidad de
misterios de la Naturaleza, se de la curiosa y muchas veces terrible paradoja
de que muchos de estos descubrimientos y sobre todo sus implicaciones deben ser
difundidos casi con sordina y hasta con vergüenza puesto que el racionalismo
parece que debe estar siempre supeditado a la más cruda e ignorante
irracionalidad religiosa.
Así nadie
puede recalcar el insignificante lugar de la Tierra dentro del inconmensurable
Universo sin ser tildado de científista radical. Si además se expone que los
humanos somos una simple especie más de las decenas de millones que pueblan o
han hollado este pequeñísimo planeta el desagrado es inmediato. Y por supuesto
si se recurre a los cada vez más completos estudios antropológicos que muestran
que nuestra especie es otro eslabón más en la cada vez más compleja cadena de
primates que han vivido en los últimas decenas de millones de años, ese
desagrado se convierte directamente ya en rechazo. Y ya finalmente el indicar
que todos los estudios hasta ahora realizados en los más diversos campos científicos:
neurociencia, psicología, psiquiatría, etc. junto con el análisis de la
historia no hacen más que confirmar que ese concepto que ha ocupado las mentes
y los cuerpos de los humanos desde hace milenios llamado dios no es más que una
entelequia totalmente carente de sentido, un simple constructo mental del
cerebro de unos primates sujetos a unos condicionantes sociales marcados por la
presión de la selección natural lleva inevitablemente a la acusación de ateísmo
agresivo y ofensivo y en demasiadas ocasiones a represalias tanto sociales como
penales, junto con una violencia individual justificada muchas veces por parte
de los propios poderes públicos encargados de velar por la igualdad y la libertad de todos los ciudadanos incluidos
también los siempre considerados de segunda: los ateos.
Por
todo ello, y como muy acertadamente comenta el filósofo y neurocientífico Sam
Harris, es triste y enojoso vivir en una sociedad en la que las verdades no
pueden ser expresadas por no ofender a
esa mayoría de ciudadanos perpetuamente encadenados a la ignorante superstición
religiosa.
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