Porque lo que está haciendo en realidad el creyente es suponer infantilmente que esa misma entidad atemporal y todopoderosa está pendiente de sus miserables súplicas. Y más aún, el creyente supone (de la manera más prepotente por cierto) que esa misma divinidad va a parar las leyes de la naturaleza que supuestamente diseñó de la manera más inteligente para obrar el milagro de curar unas simples hemorroides, de salvar la vida a una anciana monja que se muere de cáncer, de manipular la mente de tu jefe para que no te despida o la de es@ maravillo@ chic@ para que te quiera y el resto de insulsos, mezquinos y egoístas anhelos de unos seres humanos perdidos en esa temprana edad mental de los 5 años, en donde todo parece girar alrededor del niño y en donde todos los deseos pueden cumplirse siempre y cuando se pidan con la suficiente potencia de voz a la hora del berrinche infantil.
Es por ello que la oración, lejos de ser una muestra de humildad, es el mayor ejemplo de egoísmo que un ser humano puede perpetrar.
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