Los cristianos padecen los mismos males (accidentes, enfermedades, desastres naturales y demás terribles vicisitudes de la vida) que el resto de los mortales, independientemente de sus creencias o increencias.
También mueren de las mismas horrendas formas que el resto de seres humanos que adoran a otros dioses o que no adoran a ninguno.
Y entonces, a pesar de las abrumadoras pruebas que demuestran sin ningún tipo de dudas que los niños hijos de padres cristianos también padecen de la misma forma y cantidad esos horrendos cánceres infantiles que el resto de la infancia, solo queda dilucidar entre dos conclusiones posibles: que al dios judeocristiano no le conmuevan lo más mínimo las desesperadas súplicas de sus fervorosos siervos y reparta malévolamente dolor y sufrimiento a diestro y siniestro cual psicópata integral, o más probablemente que no exista ninguna deidad allá arriba y que todo este ya gastado asunto de la religión sea, como muestran taxativamente los datos científicos, el resultado de la manifiesta demencia y absoluta ignorancia de unos pobres profetas analfabetos de tiempos más o menos remotos dotados de unos casi infinitos delirios de grandeza.
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