No deja de ser maravillosamente irónico que el hombre que
destruyó con más fuerza los “argumentos” de los creyentes a la hora de
justificar su religión haya sido un fraile franciscano, que además fue
excomulgado por sus puntos de vistas teológicos.
Guillermo de Ockham fue un fraile franciscano inglés que destacó por su brillante pensamiento en Teología, Filosofía y Lógica. Como teólogo formó parte del bando de los franciscanos, opuestos al papado y a los dominicos en el espinoso tema de la pobreza de Jesucristo y de la propia Iglesia, controversia magistralmente retratada en la célebre novela “El nombre de la rosa” de Umberto Eco, en donde el personaje principal Guillermo de Baskerville está inspirado en el pensamiento del verdadero fraile.
Como filósofo defendió el nominalismo, en oposición a la larga tradición encabezada por Platón, Aristóteles y Tomás de Aquino (y que tanto daño han hecho al pensamiento occidental) sobre la eterna polémica derivada del idealismo platónico que diferenciaba entre “lo universal” y “lo particular”. Aquí, Ockham afirmó (con notable acierto por cierto) que lo universal solo existe en la mente humana y, al aplicar este razonamiento a la religión, se le considera un precursor de la separación entre razón y fe. Notable hecho por haber sido expuesto antes de mediados del siglo XIV, cuando el poder de la Iglesia católica era más que opresivo y que actuó como una primera cuña que empezó a reblandecer los cimientos del cristianismo.
Pero en donde el pensador brilló con mayor esplendor fue sin duda con esa simple frase de lo que luego se ha venido a denominar “la Navaja de Ockham”:
“No deben multiplicarse las entidades sin necesidad”
Y esta sencillo principio destruye hasta sus mismos cimientos la religión en general y el cristianismo en particular (ese mismo en el que creía el fraile franciscano) puesto que
¿Por qué acudir a la ira divina cuando un par de leyes de la Física aplicadas a la meteorología explican con exactitud casi matemática el fenómeno del rayo?
Y lo mismo ocurre con las famosas plagas: no es una deidad celosa e irascible, sino unos simples patógenos los que matan con gran eficacia a cristianos, musulmanes, budistas, hinduistas, judíos, sijs y a ese largo etcétera de creyentes de todo pelaje y condición, asimismo como a agnósticos y a ateos sin preferencia alguna.
No se necesita divinidad alguna para explicar el exuberante fenómeno de la vida en la Tierra, solo unas moléculas de ADN, de ARN y de proteínas que cambian al azar, pero que se encuentran sujetas al implacable yugo de la selección natural.
Y así, llevando a término el simple pero poderoso axioma del pensador tonsurado, si en un par de siglos de Ciencia la supuestamente omnipresente deidad judeocristiana se ha convertido en un inane dios de los huecos, relegado allí donde el conocimiento humano todavía no ha llegado (pero que con seguridad acabará llegando más temprano que tarde) sólo queda concluir en base a la más modernas psicología y psiquiatría humanas, que todo este milenario cuento sobre serpientes parlantes, ayuntamientos carnales entre mozas judías y extraterrestres, gorrinos endemoniados, multiplicaciones de paces, peces y vino y demás sandeces son sólo el resultado de los delirios de enfermos psiquiátricos de toda época y condición, mitos únicamente aptos para mantener embrutecido mentalmente al aborregado rebaño cristiano.
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