Quizás no haya mejor ejemplo del desprecio de las personas religiosas hacia el esfuerzo, el trabajo y la dedicación de los demás que cuando se enfrentan a una enfermedad grave.
Aunque los creyentes dicen fiarlo todo a su supuestamente todopoderosa y benevolente deidad la realidad es que, salvo los más descerebrados miembros del rebaño, todos ellos corren desesperados al médico ante el primer síntoma grave.
Después del diagnóstico casi todos aceptan esos herejes tratamientos desarrollados por la moderna medicina científica que consiguen con mayor o menor acierto alterar los designios divinos, dando unos pocos o muchos años más de vida a aquellos que la Parca había marcado ya con una condena dictada por la divinidad de turno.
Pero en el caso de la remisión de ese agresivo cáncer por los tratamientos oncológicos, tras la complicada cirugía cardiaca o cuando termina el exitoso trasplante de uno o varios órganos, esos píos que ya creían tener un pié en la tumba, en ese momento de felicidad suprema todos ellos se comportan de la misma ofensiva y estúpida manera: frenéticos empiezan a dar gracias a un inexistente dios que les había dejado en la estacada, mientras el cirujano de turno y todo su equipo al completo tienen que aguantar ese casi infinito desprecio por esos largos y duros años de aprendizaje, seguidos por muchas veces décadas de dedicación profesional casi extenuante y sonreír mientras el idiotizado paciente y sus más que cretinos familiares loa estúpidas alabanzas a la zarza ardiente, a la virgen adúltera o al nazareno demente, en lugar de dar rienda suelta a una más que justificada indignación y ponerse a repartir guantazos entre las aborregadas ovejas cristianas.
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