Pasan los años, las décadas y casi los siglos y seguimos una
y otra vez tropezando con las mismas piedras: esos desfasados privilegios
religiosos heredados de nuestro más oscuro e ignorante pasado que se tratan de imponer
aún a costa de la vida de los más inocentes, los niños.
Que a estas alturas de siglo XXI un
hospital australiano haya tenido que acudir a los juzgados para conseguir
que un pobre niño enfermo, necesitado de una simple transfusión sanguínea, no
muriera dice mucho (y nada bueno) de este mundo supuestamente avanzado, aunque
por supuesto sólo en la más frágil superficie.
Que ningún país del mundo haya promulgado a día de hoy una
ley que dictamine lo obvio, que cuando entren en conflicto el conocimiento científico
frente a las "revelaciones" depositadas misteriosamente en algunos de
los más evidentes enfermos mentales de los que se tiene conocimiento histórico,
es del todo incompresible.
Y que haya que discutir, una y otra vez, caso por
caso, el derecho o no de unos padres carcomidos por el fanatismo religioso a
inmolar a su hijo ante el respectivo diosecillo siempre ávido de sufrimiento y
sangre humanas, es la prueba más palpable que poco hemos avanzado en este mundo
permanentemente sometido a los delirios de quienes simplemente deberían estar
tutelados por el estado y alojados en instituciones psiquiátricas para su
propio bien y tranquilidad de los demás.
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