Una de inequívocas muestras de que los cristianos no confían en su dios es que cuando enferman corren raudos al hospital a buscar cura para su enfermedad.
La Biblia está llena de pasajes en los que se dice a los cristianos que la fe todo lo puede y que si de verdad son creyentes ese cómico trío formado por la zarza colérica, el nazareno demente y la paloma fornicadora con el apoyo siempre necesario de la adúltera judía y la casi infinita pléyade de santos, mártires, beatos y demás actores secundarios de la farsa cristiana les curarán hasta las enfermedades más complicadas y mortales.
Sin embargo, excepto los cuatro descerebrados que de verdad se creen todo este absurdo cuento, la inmensa mayoría del rebaño cristiano poca o nula confianza tiene en los milagros y en cuanto enferman acuden al médico en busca de una verdadera sanación. Luego eso sí, estos hipócritas dan gracias a su dios cuando el cirujano (con décadas de estudios, dedicación y experta preparación) consigue salvarles la vida a estos botarates.
Es por ello que quizás, a la hora de atender a los pacientes en los hospitales se debería establecer una clara prioridad: todos aquellos que tengan detrás de sí alguna divinidad protectora al final de la cola o directamente a su casa para que así quede constancia de los verdaderos milagros médicos divinos.
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