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23 de agosto de 2020

Los orígenes de la religión

El célebre biólogo evolutivo Edward O. Wilson resume brillantemente en su libro “La conquista social de la Tierra” los orígenes de la religión, unos orígenes totalmente alejados de esas divinidades inventadas por un cerebro humano sujeto a las presiones evolutivas. Les dejo con el capítulo en cuestión. 

El Armagedón en el conflicto entre la ciencia y la religión (si se me puede permitir una metáfora tan fuerte) empezó en serio a finales del siglo XX. Se trata del intento de los científicos de explicar la religión desde sus cimientos: no como una realidad independiente dentro de la cual la humanidad lucha por encontrar su lugar, ni como obediencia a una Presencia divina, sino como producto de la evolución mediante la selección natural. En su origen, la lucha no es entre personas, sino entre concepciones del mundo. Las personas no son desechables, pero las concepciones del mundo sí.

El hombre, ¿fue hecho a la imagen de Dios, o fue hecho Dios a la imagen del hombre? Aquí radica la diferencia entre la religión y el laicismo basado en la ciencia. La alternativa que se seleccione tiene una importancia profunda para el conocimiento de sí mismos que tienen los humanos y para la manera en que las personas se tratan mutuamente. Si Dios hizo al hombre a su imagen, una creencia que sugieren los relatos creacionistas y las iconografías de la mayoría de las religiones, es razonable suponer que Él está personalmente a cargo de los seres humanos. Si, en cambio, Dios no creó a la humanidad a su imagen, entonces existe una elevada probabilidad de que el sistema solar no sea especial dentro de las otras decenas de millares de trillones, aproximadamente, de sistemas solares del universo. Si esta última alternativa se sospechara de manera generalizada, la devoción a las religiones organizadas se reduciría de manera importante.

Llegamos entonces a la pregunta última, que me parece que los teólogos a lo largo de los siglos siempre han complicado innecesariamente. ¿Existe Dios? Si existe, ¿es un Dios personal, al que podemos rezar a la espera de recibir una respuesta? Y si lo dicho hasta aquí es verdad, ¿podríamos esperar ser inmortales y vivir, pongamos por caso, durante los próximos cuatrillones de años (solo para empezar) en paz y armonía?

Sobre estas preguntas básicas, durante el siglo XX se ensanchó una brecha entre los creyentes religiosos y los científicos laicos. Una encuesta de 1910 realizada a los «mayores» científicos (presentados como estrellas) listados en American Men of Science reveló que todavía había un considerable 32 por ciento de ellos que creían en un Dios personal, y que un 37 por ciento creían en la inmortalidad. Cuando la encuesta se repitió en 1933, los que creían en Dios se habían reducido a un 13 por ciento y los que creían en la inmortalidad a un 15 por ciento. La tendencia continúa. En 1998, los miembros de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, un grupo de élite auspiciado por el gobierno federal, se acercaban al ateísmo total. Sólo el 10 por ciento declaraban creer en Dios o en la inmortalidad. Entre ellos había un escaso 2 por ciento de los biólogos.

En las civilizaciones modernas, el pueblo llano en general no concede una importancia abrumadora a pertenecer a una religión organizada. Consideremos, por ejemplo, las grandes diferencias en religiosidad que hay entre la población de Estados Unidos y la de Europa occidental. Encuestas publicadas a finales de la década de 1990 indicaban que más del 95 por ciento de los norteamericanos creían en Dios o en algún tipo de fuerza vital universal, frente al 61 por ciento de los británicos. El 84 por ciento de los norteamericanos creían que Jesús era Dios o el hijo de Dios, pero solo lo creían el 46 por ciento de los británicos. En una encuesta realizada en 1979, el 70 por ciento de los norteamericanos creían en la vida después de la muerte, frente a un 46 por ciento de los italianos, un 43 por ciento de los franceses y un 35 por ciento de los escandinavos. Hoy en día, cerca del 45 por ciento de los norteamericanos asisten a la iglesia más de una vez por semana, en comparación con el 13 por ciento de los británicos, el 10 por ciento de los franceses, el 3 por ciento de los daneses y el 2 por ciento de los islandeses.

A menudo se me pregunta la razón de estas disparidades intercontinentales, dado que la mayoría de los norteamericanos son originarios de Europa occidental. También existe una considerable perplejidad acerca del extendido literalismo bíblico y de la negación, por parte de la mitad de la población de Estados Unidos, de la evolución biológica. Habiendo sido criado como baptista sureño, una denominación evangélica que incluye un gran porcentaje de los cristianos fundamentalistas norteamericanos, conozco muy bien el poder de la Biblia del rey Jacobo, la calidez y generosidad de aquellos a los que une, y el acoso que sienten en una cultura que consideran que se torna cada vez más impía. La Biblia, incorruptible e indisputable, es el instrumento de todas las necesidades espirituales. Sus versículos venerables son un pozo sin fondo de significado. En los momentos de soledad los creyentes encuentran compañía, consuelo en la aflicción, y esperan redención en la tendencia a errar moralmente. «¡Qué amigo tenemos en Jesús! —entona un himno memorable—. ¡Cargar con todos nuestros pecados y penas! ¡Qué privilegio comunicarle todo a Dios en la plegaria!» Hay razones históricas por las que los protestantes fundamentalistas suponen un porcentaje tan grande de los norteamericanos, cuya explicación dejaré a los historiadores. Pero a los que creen que su cultura puede ser truncada por el ridículo y la razón, les diré: pensadlo otra vez. Hay circunstancias en las cuales las personas inteligentes y bien educadas asimilan su identidad y el significado de su vida a su religión, y esta es una de ellas.

Si un Dios personal, o dioses, o espíritus inmateriales no se aceptan al menos en cierto grado, ¿qué pasa con la fuerza divina que creó el universo? ¿No podríamos adorar todos a este Creador, aunque no tenga un interés especial en nosotros? Este es el razonamiento del deísmo: que la existencia material fue iniciada con un propósito por algo o por alguien. Si es así, la razón del universo sigue sin sernos revelada hasta el día de hoy, 13.700 millones de años después del big bang. Algunos científicos serios han argumentado que al menos tiene que existir un Dios creador. El fondo de su razonamiento es el principio antrópico, que sostiene que las leyes de la física y sus parámetros tenían que estar sutilmente ajustados con el fin de que por evolución se produjeran sistemas de estrellas y que con ellas evolucionara la vida basada en el carbono. Este es el universo esencial de Ricitos de Oro que nos rodea en sus entidades y fuerzas físicas: no demasiado poco de esto, no demasiado de aquello. Por ejemplo, si el gran estallido hubiera sido un poco más potente, la materia habría salido disparada demasiado deprisa para que se formaran las estrellas y los planetas. Debe admitirse que el principio antrópico es intrigante. Sin embargo, tal como el historiador Thomas Dixon expresa su dificultad, ¿cómo sabemos si sorprendernos o no por una determinada configuración de las constantes físicas? ¿Es seguro que cualquier combinación es casi infinitamente improbable? En cualquier caso, ¿cómo sabemos que estas constantes tienen la libertad de variar de la manera en que estos razonamientos suponen que lo hacen, y que simplemente no están fijadas por la naturaleza o conectadas entre sí de una manera que no comprendemos? ¿Y acaso la existencia real de billones de otros universos, en oposición a su existencia meramente posible, hace realmente que nos sorprendamos menos acerca de la existencia y de la constitución física del nuestro (suponiendo que, para empezar, nos hubiéramos sorprendido, algo que honestamente no me ocurrió)?

Este contraargumento refleja la intuición del Philo de Hume: «Al haber encontrado en tantos otros temas mucho más familiares las imperfecciones e incluso las contradicciones de la razón humana, nunca esperaría ningún éxito de sus débiles conjeturas, en un asunto tan sublime, y tan remoto de la esfera de nuestra observación».

Supongamos que, contraviniendo este razonamiento y por algunos medios, decidimos interpretar las leyes físicas del universo como prueba de la existencia de un ser sobrenatural y supremo. Supondría entonces un enorme acto de fe atribuir la historia biológica que se desarrolló sobre este planeta a alguna intervención divina. Si las pruebas procedentes de la biología y la antropología significan algo, sería otro error de igual magnitud considerar, a la manera de Platón y Kant, preceptos éticos universales que existen separados de las idiosincrasias de la existencia humana, y de ahí la moral dada por Dios que de manera tan elocuente postulan C. S. Lewis y otros apologistas cristianos. En cambio, existen toda clase de razones para explicar el origen de la religión y la moralidad como acontecimientos especiales en la historia evolutiva de la humanidad, impulsados por la selección natural.

Las pruebas que tenemos ante nosotros en gran abundancia señalan que la religión organizada es una expresión del tribalismo. Cada religión enseña a sus seguidores que son una comunidad especial y que su relato creacionista, sus preceptos morales y privilegio del poder divino son superiores a los que se afirman en otras religiones. Su caridad y otros actos de altruismo se concentran en sus correligionarios; cuando se extienden a extraños suele ser para ganar prosélitos y, por lo tanto, robustecer el tamaño de la tribu y de sus aliados. No hay ningún líder religioso que anime nunca a la gente a considerar las religiones rivales y a elegir la que consideren mejor para su persona y su sociedad. El conflicto entre religiones suele ser un catalizador, si no una causa directa, de la guerra. Los creyentes devotos valoran su fe por encima de todo lo demás y son prestos a encolerizarse si esta se pone en entredicho. El poder de las religiones organizadas se basa en su contribución al orden social y a la seguridad personal, no a la búsqueda de la verdad. El objetivo de las religiones es la sumisión a la voluntad y al bien común de la tribu.

Lo que hay de ilógico en las religiones no es una debilidad para ellas, sino su fuerza esencial. La aceptación de los extravagantes mitos creacionistas une a los miembros. Entre las diversas creencias prominentes cristianas, encontramos la convicción de que los que han entregado su voluntad a Jesús pronto ascenderán corporalmente al cielo, y que los que se queden atrás padecerán durante mil años, después de los cuales el mundo se acabará. Una fe rival no está de acuerdo, pero recomienda la comunión con Cristo en la Tierra al comer su carne y beber su sangre, ambas cosas literalmente convertidas por el acto de la transubstanciación. El hecho de que los extraños duden abiertamente de estos dogmas se considera una invasión de la intimidad y un insulto personal. El hecho de que los miembros planteen dudas es una herejía punible.

Un instinto tan profundamente tribal solo pudo surgir, en el mundo real, mediante selección de grupo, al competir una tribu contra otra tribu. Las cualidades peculiares de la fe religiosa son la consecuencia lógica del dinamismo en este nivel superior de organización biológica.

La esencia de las religiones organizadas tradicionales son sus mitos creacionistas. ¿De qué manera, en la historia del mundo real, se originaron? Algunos se extrajeron en parte de recuerdos populares de acontecimientos trascendentales: de emigración a nuevas tierras, de guerras ganadas o perdidas, de grandes inundaciones y erupciones volcánicas. Cada uno de ellos fue reformulado y ritualizado a lo largo de las generaciones. La llegada percibida de seres divinos a la escena se hace posible por los procesos de pensamiento personales de profetas y creyentes. Esperan que los dioses tengan las mismas emociones, razonamientos y motivos que los suyos propios. En el Antiguo Testamento, por ejemplo, Yahvé era, en diferentes momentos, afectuoso, celoso, colérico y vengativo de la misma manera que sus súbditos mortales.

Las personas proyectan asimismo su humanidad en animales, máquinas, lugares e incluso seres ficticios. En dicha transferencia ha sido relativamente fácil dar el paso desde los gobernantes humanos a los seres divinos invisibles. Por ejemplo, en las tres religiones abrahámicas (judaísmo, cristianismo e islamismo) Dios es un patriarca muy parecido a los de los reinos de los desiertos en que estas religiones surgieron.

Incluso los elementos más fantasmagóricos de los mitos creacionistas (la aparición de demonios y ángeles, las voces de seres invisibles, la resurrección de muertos y la detención del Sol en su órbita) son fáciles de comprender no por leyes físicas, sino a la luz de la fisiología y la medicina modernas. Los jefes de los clanes y los chamanes siempre son propensos a hablar con los dioses y espíritus durante sueños, alucinaciones inducidas por drogas y accesos de enfermedad mental. Especialmente vívidos son los episodios de parálisis nocturna, durante los cuales personas que normalmente están sanas penetran en un mundo alternativo de monstruos amenazadores y temor aniquilador. Un sujeto estudiado por el psicólogo J. Allan Cheyne describe «una sombra de una figura en movimiento, con los brazos extendidos, que [él] estaba absolutamente seguro de que era sobrenatural y malvado». Otro estaba igualmente seguro de que se despertó para encontrar la realidad de «un ser medio serpiente, medio humano, que le gritaba un galimatías al oído». Las imágenes convincentes de la parálisis del sueño son muy similares a las de las abducciones por extraterrestres, asociadas al menos en algunos casos a hiperactividad en la región parietal del cerebro. Otras experiencias de las que se informa durante la parálisis del sueño incluyen volar o caer, o abandonar el propio cuerpo. La emoción primaria es el miedo, pero a veces este cambia a excitación, alborozo y éxtasis.

Más importantes todavía en la creación de mitos del génesis son las drogas alucinógenas, que transforman las ilusiones en relatos, de duración mayor, repletos de símbolos, y cargados de lo que el soñador percibe como significado místico. Los chamanes y sus seguidores en las sociedades primitivas los usan para conectar con el mundo de los espíritus. Una de estas sustancias que ha sido especialmente bien estudiada es la ayahuasca, un alucinógeno que toman las tribus indígenas de la cuenca del Amazonas. Caer bajo el hechizo de la ayahuasca es experimentar visiones vívidamente realistas, que al principio son embarulladas, pero que después se desarrollan en una especie de relato. Aparecen, de manera variada, dibujos geométricos extraños, jaguares, serpientes y otros animales, y la propia muerte de uno y el viaje a otro mundo. Sirva el siguiente ejemplo de un indio siona, de Colombia, que consumió yagé, que es el nombre local para la ayahuasca:

 Y después vino una mujer anciana que me arropó en una gran tela, me dio el pecho para que mamara, y después salí volando, muy lejos, y de pronto me encontré en un lugar completamente iluminado, muy claro, donde todo era plácido y sereno. Allí, donde vive la gente yagé, como nosotros, pero mejor, es donde uno termina.

Esto podría interpretarse como una entrada al cielo. A continuación se da una visión del infierno, tal como la experimentó una drogadicta chilena de origen europeo. (Con tigres se refiere a jaguares, los grandes felinos indígenas de Sudamérica.)

 Al principio, muchas caras de tigres. […] Después el tigre. El mayor y más fuerte de todos. Sé (porque leo su pensamiento) que he de seguirlo. Veo la meseta. Él anda con resolución en línea recta. Yo sigo, pero al llegar al borde y percibir la luminosidad no puedo seguirlo.

Después ella ve un pozo circular de fuego líquido, en el que hay gente que nada.

 El tigre quiere que yo vaya allí. No sé cómo bajar. Agarro la cola del tigre y él salta. Debido a su musculatura, el salto es elegante y lento. El tigre nada en el fuego líquido mientras yo me siento sobre su dorso. […] Salgo a la costa sobre el tigre. […] Hay un cráter. Esperamos algún tiempo y entonces da comienzo una enorme erupción. El tigre me dice que debo lanzarme al cráter. […]

Estas visiones toscas no son más extrañas que las que las principales religiones del mundo proponen como verdades fundacionales. Aprendemos mucho de esto en el testimonio de san Juan el Divino, en el capítulo final del Nuevo Testamento, el Libro del Apocalipsis. El año es el primer siglo, probablemente el 96 d.C., y el lugar la isla griega de Patmos. En la visión de san Juan, Jesús retorna a la Tierra desde su trono en el cielo a la diestra de Dios y habla a través de los ángeles. A Juan le sobresalta una voz extraña.

 Me volví para ver al que hablaba conmigo; y vuelto, vi siete candeleros de oro, y en medio de los candeleros a uno semejante a un hijo de hombre, vestido de una túnica talar y ceñidos los pechos con un cinturón de oro. Su cabeza y sus cabellos eranblancos, como la lana blanca, como la nieve; sus ojos eran como llamas de fuego; sus pies, semejantes al azófar incandescente en el horno, y su voz como la voz de muchas aguas. Tenía en su diestra siete estrellas, y de su boca salía una espada aguda, de dos filos, y su aspecto era como el sol cuando resplandece en toda su fuerza.

Jesús, en esta Segunda Venida (no la otra, catastrófica, que está a punto de prometer a Juan), está lleno de cólera. Tiene sentimientos encontrados acerca de las siete ciudades representadas por las candelas, y está dispuesto a derribar en ellas a los ciudadanos que se han apartado de su devoción hacia Él. Se identifica como el alfa y la omega, que tiene «las llaves de la muerte y del infierno». Jesús odia especialmente los actos de los nicolaítas. Y a los miembros díscolos de la iglesia de Patmos les dirige una advertencia feroz: «Arrepiéntete, pues; si no, vendré a ti pronto y pelearé contra ellos con la espada en mi boca». Jesús, en el testimonio de san Juan, pasa en medio de ángeles para profetizar el éxtasis, la tribulación y la guerra entre las fuerzas de Dios y las de Satanás, que termina con la victoria final de Dios.

San Juan el Divino pudo haber experimentado una visita divina real tal como la describió. Sin embargo, es mucho más probable que tuviera sueños por tomar drogas alucinógenas, que en su tiempo todavía era una práctica ampliamente seguida en el sudeste de Europa y Oriente Próximo. La más potente que se usaba se hacía a partir de la belladona (Atropa belladonna), el estramonio (especies de Datura), el cornezuelo de centeno (Claviceps purpurea, un hongo que crece sobre hierbas y juncias, y que es el principal componente del LSD) y el cáñamo (Cannabis sativa).

Asimismo, Juan podía padecer esquizofrenia, que produce alucinaciones semejantes a las visiones de Juan: voces, otros sonidos como conversaciones y órdenes, a veces experimentados como pensamientos muy enérgicos e importantes, a menudo tranquilizadores, pero otras veces amenazadores. Las ilusiones también se expanden en relatos más largos, y pueden conglutinarse en una visión del mundo basada en fantasías.

El caso de san Juan el Divino tiene una importancia superior a la ordinaria, porque el Libro del Apocalipsis, el clímax y conclusión del Nuevo Testamento, sirve como guía para los protestantes evangélicos conservadores. Los sueños de Juan han ejercido un efecto profundo sobre la manera en que millones de personas perfectamente cuerdas y responsables consideran el mundo y, de manera variable, ordenan su vida. Puede pensarse que sus declaraciones son ciertas, pero en mi juicio sereno, la imagen de un Jesús ominoso que amenaza con asestar a los disidentes mandobles con una espada del siglo I está tan alejado del resto del Nuevo Testamento que hace que una simple explicación biológica sea preferible.

En cualquier caso, los historiadores y otros estudiosos con una perspectiva evolutiva y no disuadidos por las suposiciones sobrenaturales de la teología tradicional, han empezado a ensamblar los pasos que condujeron a las estructuras jerárquicas y dogmáticas de las religiones modernas. En algún momento del Paleolítico Tardío, los individuos empezaron a reflexionar sobre su propia mortalidad. Los lugares de enterramiento conocidos con alguna señal de ritual tienen 95.000 años de antigüedad. En aquella época, o antes, los vivos debieron de preguntarse: ¿adónde va toda esta gente muerta? La respuesta habría sido evidente de inmediato para ellos. Los que se marchaban todavía vivían, y volvían regularmente a reunirse con los vivos… en sueños. Era en el mundo espiritual de los sueños, y de manera todavía más vívida en las alucinaciones inducidas por las drogas, donde moraban sus parientes muertos, junto con sus amigos, enemigos, dioses, ángeles, demonios y monstruos. Visiones similares, como descubrieron sociedades posteriores, podían también inducirse mediante el ayuno, el agotamiento y la tortura autoinfligida. Hoy en día, como entonces, la mente consciente de toda persona viva abandona su cuerpo en el sueño y penetra en el mundo de los espíritus creado por impulsos neuronales de su cerebro.

Pronto en algún momento aparecieron los chamanes y tomaron a su cargo la interpretación de las visiones, en particular las suyas propias, que consideraban de especial importancia. Afirmaban que las apariciones controlaban el destino de la tribu. Se suponía que los seres sobrenaturales tenían las mismas emociones que las personas vivas, y por esta razón tenían que ser honrados y aplacados con ceremonias. Tenían que ser invocados para que bendijeran a la pequeña comunidad durante los ritos de iniciación: la entrada en la edad adulta, el matrimonio y la muerte. Con la revolución del Neolítico, y en especial durante el surgimiento de los estados, cuando se establecían alianzas para el comercio y la guerra, y diferentes tribus luchaban por la supremacía religiosa, a veces se compartían los dioses.

A medida que aumentaba la complejidad social, también lo hacía la responsabilidad de los dioses para mantener la estabilidad social, que sus sustitutos humanos, los sacerdotes, conseguían mediante el control político de arriba abajo. Cuando los líderes políticos, militares y religiosos colaboraban para conseguir estos fines, el dogma era a la vez tradicional y firme. Cuando se producían revoluciones políticas que triunfaban, los líderes religiosos encontraban por lo general una manera de ajustarse a las circunstancias, normalmente tomando partido por los insurgentes y suavizando los antiguos dogmas establecidos.

Durante la formación israelita temprana de lo que iba a convertirse en las poderosas religiones abrahámicas, todavía había múltiples dioses que presidían sobre el pueblo elegido. En Salmos 86:8, el escriba entona: «No hay, Señor, en los dioses semejante a ti, y nada hay que iguale tus obras». Con el tiempo, Yahvé consiguió el poder absoluto sobre los israelitas. A partir de entonces, Él tendía a ordenar tolerancia hacia los dioses de los reinos vecinos cuando los tiempos eran buenos, y fuerte opresión cuando los tiempos eran difíciles.

En la actualidad, los creyentes religiosos, como en épocas antiguas, no están por regla general muy interesados por la teología, y nada en absoluto por los pasos evolutivos que condujeron a las religiones mundiales de hoy en día. Les preocupa, en cambio, la fe religiosa y los beneficios que proporciona. Los mitos creacionistas explican todo lo que necesitan saber de la historia profunda con el fin de mantener la unidad tribal. En tiempos de cambio y peligro, su fe personal les promete estabilidad y paz. Cuando se enfrentan a la amenaza y a la competencia de grupos extraños, los mitos aseguran a los creyentes que ellos son importantísimos a los ojos de Dios. La fe religiosa ofrece la seguridad psicológica que procede de manera singular de la pertenencia a un grupo, y que además está bendecida por la divinidad. Al menos dentro de las grandes muchedumbres de fieles abrahámicos de todo el mundo, promete vida eterna después de la muerte, y en el cielo, no en el infierno… en especial si elegimos la creencia correcta de entre las muchas disponibles, y prometemos practicar fielmente sus rituales.

Todos los estímulos de admiración reverente y de maravilla, cuya capacidad se invierte en la mente humana, han sido apropiados por las creencias religiosas a lo largo de los siglos, en obras de arte de la literatura, las artes visuales, la música y la arquitectura. Tres mil años de Yahvé han forjado un poder estético en estas artes creativas que no tiene parangón. En mi experiencia, no hay nada más emotivo que el Lucernarium de la Iglesia católica, cuando la lumen Christi (la luz de Cristo) es difundida por los cirios pascuales en una catedral a oscuras; o los himnos corales de los fieles en pie y de la procesión que se acerca durante una exhortación de los pastores protestantes evangélicos a los devotos.

Estos beneficios requieren la sumisión a Dios, o a su Hijo el Redentor, o a ambos, o a Su portavoz elegido final, Mahoma. Esto es demasiado fácil. Solo es necesario someterse, inclinarse, repetir los sagrados juramentos. Pero permítasenos preguntar francamente: ¿a quién se dirige en realidad esta obediencia? ¿A una entidad que puede no tener ningún significado que la mente humana pueda comprender, o que quizá ni siquiera existe? Sí, quizá realmente es a Dios. Pero quizá no se trate de otra cosa que de una tribu unida por un mito creacionista. Si es esto último, la fe religiosa se interpreta mejor como una trampa invisible e inevitable durante la historia biológica de nuestra especie. Y si esto es correcto, a buen seguro existen maneras de encontrar la satisfacción sin rendirse ni esclavizarse. La humanidad merece algo mejor.

1 comentario:

  1. Muy bueno.
    Es una lástima que los creyentes jamás le dedicarán el tiempo necesario para leerlo e interpretarlo.

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