Se ha dado una curiosa paradoja en aquellos que sobrepasamos claramente la cuarentena.
Venimos de un mundo en donde los roles de padres e hijos estaban perfectamente
claros: teníamos padres, que por supuesto no eran nuestros amigos y mucho menos
nuestros servidores. Teníamos que ganarnos a pulso nuestros deseos y aunque éramos
niños teníamos nuestras responsabilidades.
Pero ahora que somos padres, parece que todo ha cambiado. En
la práctica nuestra generación se ha convertido en la secretaria, el asesor
personal, el guardaespaldas, el servicio doméstico, en una palabra el esclavo
de esos niños cada vez más sobreprotegidos y mimados que son las nuevas
generaciones.
Por supuesto que nuestros padres no fueron perfectos, pero ¿nosotros
lo estamos haciendo mejor que ellos? Para centrar el debate voy a reproducir elartículo de una bloguera estadounidense sobre el tema, que aunque bastante
extenso merece la pena ser leído y sobre todo reflexionado. Juzguen ustedes:
Verano de
1974. Tengo 9
años. Para las 7:30 de la mañana ya estoy despierta y fuera de casa. Y, si es
sábado, ya me he levantado y estoy haciendo lo que mi padre, Jerry, me mande.
Pasar el rastrillo, cortar el césped, cavar agujeros o lavar el coche.
Verano 2016. Salgo de puntillas de casa para
ir al trabajo en un intento por no despertar a mis hijos, que sin duda dormirán
hasta las 11 de la mañana. Puede que hagan un par de las tareas que les he
dejado en una lista en la encimera de la cocina, o puede que se coman esa bolsa
de patatas que ya estarán rancias porque las dejaron en su habitación hace tres
días, solo por evitar pasar por la cocina a toda costa y así "no ver"
la lista.
Por si no os habéis dado cuenta,
se nos está tratando injustamente con todo este tema de la paternidad. ¿Cuándo
empezaron a preocuparse los adultos de si sus hijos eran felices, populares o
estaban a salvo? Puedo aseguraros que Ginny y Jerry no se pasaban las horas
preguntándose si mi hermano y yo nos sentíamos realizados.
Jerry se dedicaba a trabajar para
tener ahorros para cuando se jubilara, a trabajar y a trabajar un poco más.
Ginny le echaba doble cerrojo a la puerta para que no entráramos en casa, y
hablaba por teléfono mientras se fumaba un cigarrillo. Mientras tanto, cruzábamos
autopistas principales en bicicletas con las ruedas prácticamente desinfladas
para llegar a otros barrios y jugar con niños a los que no conocíamos. Lo más
probable habría sido que a alguno le hubieran atropellado en algún momento.
Pero a nadie le importaba. Éramos niños y si no íbamos a ser mano de obra
gratuita, se suponía que lo que teníamos que hacer era estar fuera de casa y
quitarnos de en medio.
Yo, personalmente, creo que esa
"mujer con demasiado tiempo libre" que decidió que era necesario
repartir regalitos a niños de cuatro años por asistir a una fiesta de
cumpleaños es la misma lunática que decidió que nuestra obligación era servir a
nuestros hijos y no al revés.
Piensa en
ello. Cuando
eras pequeño, ¿qué disfraces llevábamos en Halloween? Si tenías suerte, mamá le
hacía un par de agujeros a una sábana vieja y ya teníamos disfraz de fantasma.
Pero si daba la casualidad de que su amiga con la que había quedado para
teñirse el pelo se presentaba en tu casa pronto, teníamos que contentarnos con
que nos hubieran hecho un ojo y nos pasábamos los siguientes 45 minutos
intentando hacerle un segundo agujero con un palo afilado a la sábana, que al
final quedaba un par de centímetros más abajo que el primero.
Un año vi cómo mi primo se daba
de bruces con un coche que estaba aparcado por culpa del disfraz. Iba gritando
"truco o trato" y se chocó contra la parte trasera del coche y se
llevó una conmoción cerebral. Cuando mi hijo tenía tres años una modista le
hizo un disfraz de payaso, con sombrero y maquillaje facial incluidos. Su
abuela se gastó más en ese disfraz que en el vestido de mi graduación.
En algún punto de estos últimos
25 años, se le ha dado la vuelta a la tortilla y los padres empiezan a llevar
los coches viejos y la ropa barata mientras sus hijos viven como estrellas de
rock. Gastamos cantidades ingentes de dinero en educación privada y en las
mejores equipaciones deportivas y nos amoldamos a unos horarios de
competiciones de locos.
Soy tan culpable como cualquier
otro. He comprado bates de béisbol de 300 dólares con un dinero que debería
haber invertido en un fondo de pensiones, he llevado a mis hijos a
competiciones de baloncesto nacionales y a competiciones de baile en un solo
día sin llegar a plantearme por qué lo hacía.
Los mejores jugadores de béisbol
de la historia no necesitaban bates de 300 dólares para ser buenos. Ni tu hijo
ni el mío van a ser profesionales del deporte, pero nosotros sí que vamos a
jubilarnos en algún momento y hurgar en la basura no es lo más adecuado para un
anciano. Mi hermano y yo todavía nos seguimos riendo cuando nos acordamos de
que cuando jugábamos al béisbol en el instituto no había más que un bate bueno
y lo usaba el equipo entero.
¿Te acuerdas de la ropa que
llevabas en los setenta? A pesar de los esfuerzos que hago por borrar esos
recuerdos, todavía me acuerdo de lo desesperada que estaba por tener un par de
zapatillas Converse. ¿Llegué a tenerlas? Negativo. Me sentó como una patada en
la cara cuando mi madre se presentó con unas de imitación. En serio, no se
parecían en nada. ¿Y me quejé? Ni se me ocurrió. Y sigo estando viva, ¿no?
Hay una generación entera de
niños que llevan unos modelitos que cuestan lo mismo que la factura de la luz.
Cuando éramos niños no existía la ropa de diseño para bebés. ¿Por qué? Porque
nuestros padres no estaban lo suficientemente locos como para gastarse 60
dólares en un conjunto para que luego tuviéramos diarrea o vomitáramos con él
puesto. Nuestros padres se centraban en ahorrar para la jubilación y en pagar
la casa.
Y lo mejor de todo es que ninguno
de esos niños conseguirá tener un trabajo al salir de la universidad que le
permita pagar las cosas básicas de la vida, ni coches nuevos ni vaqueros de 150
dólares. Así que adivina quién va a recibir una llamada cuando no tengan para
pagar el alquiler. Ajá, nosotros.
Remontémonos unos cuantos años.
¿Quién limpiaba la casa y trabajaba en el jardín cuando eras pequeño? Tú. De
hecho, ese era motivo suficiente para tener un hijo. Éramos mano de obra
gratuita. Mi madre era la supervisora de las tareas del interior de la casa, y
más me valía que estuviera todo impoluto cuando mi padre entrara por la puerta
a las 5:30 de la tarde. El grito de guerra era el siguiente: "¡Tu padre va
a llegar en 15 minutos, guarda esos juguetes ahora mismooo!". Pasábamos el
resto de la tarde levantándonos para cambiar el canal de la televisión cuando
nos lo pidieran, y solo veíamos lo que quería papá.
Los fines de semana papá estaba a
cargo del trabajo en el jardín y, si teníamos sed, bebíamos de la manguera,
porque pasar dos minutos bajo el ventilador y beber un vaso de agua del grifo
nos convertiría en unos blandengues.
¿Y ahora quién limpia la casa y
trabaja en el jardín? La asistenta que viene los jueves y los jardineros que
vienen el martes. La mayoría de los adolescentes de ahora no han cogido un
cortacésped en su vida, y si le pides a mi hija que limpie el baño, puede que
te haga un informe de cuatro páginas sobre todos los tipos de bacterias letales
presentes en un váter.
Todos están tan ocupados haciendo
cosas que se olvidan de cuidar lo que tienen. Pero no nos confundamos, no
trabajan ni ninguna locura por el estilo. Hacer malabares con llevar al día los
deberes, asistir a las actividades extraescolares y gastarse nuestro dinero
podría ser mucho más estresante si tuvieran que trabajar.
Yo no recuerdo que nadie se
preocupara por si la carga de trabajo me resultaba estresante, ni por mi salud
mental en general. Ni siquiera creo que mi padre supiera cuándo era mi
cumpleaños hasta hace diez años. Jerry y Ginny tenían cosas de adultos por los
que preocuparse. Cuando éramos adolescentes, gestionábamos nuestras vidas
sociales y los asuntos del colegio. Si Karen me decía, mientras se rizaba el
pelo, que la permanente que acababa de hacerme me quedaba como el culo y que
era imposible que Kevin quisiera salir con alguien con un culo tan esquelético
como el mío, mi madre no se enteraba; y mucho menos llamaba a la madre de Karen
para quedar con ella, arreglar nuestro malentendido y que nos hiciéramos una selfie todas juntas.
Además, nunca llamaban a mis
profesores o entrenadores. Nunca. Si me tocaba sentarme en el banquillo, me
quedaba en el banquillo. De todas formas, nuestros padres estaban trabajando.
Solo sabían lo que les contábamos. No me entra en la cabeza la idea de mi padre
yéndose del trabajo para venir a verme jugar un partido. Y si sacaba un 9,25 en
un examen y luego el profesor me ponía un notable, me quedaba con el notable.
No había amenazas veladas ni intercambios de dinero de por medio por un
sobresaliente. (Aunque yo era más de quedarme en un 8,49. No era precisamente
el prototipo de niña diez).
En esos tiempos, el instituto era
un terreno de prueba para la vida. Aprendíamos a ser adultos con la supervisión
semivigilante de nuestros padres. Trabajábamos porque queríamos tener coche,
llenarle el depósito de gasolina y llevar zapatos y vaqueros caros. Sin esos
trabajos, teníamos que llevar zapatillas de lona y vaqueros baratos y teníamos
que pedirle prestado el coche a nuestra madre para salir los viernes por la
noche.
Nadie, absolutamente nadie,
llevaba un coche nuevo. A mí me consideraban muy afortunada porque mis padres
me habían comprado un coche. Y utilizo el término "coche" demasiado
alegremente. Si te dijera que era un deportivo rojo y me callara ahí, pensarías
que fui una chica con suerte, pero mi coche rojo era un MG Midget, posiblemente
del 74 y con total seguridad una trampa mortal.
Si hubiera conducido ese coche en
un día de mucho viento, habría acabado por los aires. Probablemente cometí
varias infracciones de seguridad la noche que metí a seis personas en toga para
ir a una tienda en el coche, pero no retrocedería en el tiempo para cambiarlo
por un coche nuevo ni aunque me dieran la oportunidad. Fui una adolescente
arriesgada y, echando la vista atrás, era impresionante que consiguiera llegar
viva a casa cada noche.
Si echamos un vistazo a los
institutos estadounidenses de ahora, veremos que los niños llevan unos coches
que sus padres, trabajando 55 horas a la semana, no se pueden permitir. Y estos
adolescentes ni siquiera trabajan para pagarlos.
Y, para colmo, la mayoría de
ellos se van a la universidad sin tener ni idea de lo que es buscar trabajo,
solicitarlo, hacer una entrevista o ser puntual. Si tienen trabajo es porque alguien
le debía un favor a su padre... y trabajarán si "pueden cuadrar el
horario".
Queremos a nuestros hijos y
queremos ver que son felices y que se sienten realizados. Pero tengo miedo de
que les estemos robando las experiencias que hacen que la vida sea memorable y
con potencial para convertirles en personas capacitadas, seguras de sí mismas y
responsables. Cuando éramos adolescentes, nuestras mejores posesiones las
habíamos comprado con un dinero que habíamos ganado nosotros y que habíamos
estado ahorrando durante muchísimo tiempo. A nuestros hijos se les da casi
todo, y a veces me pregunto si les damos todo por ellos o para sentir que somos
buenos padres. La conclusión es que nunca se valora tanto algo que se te da
como algo que ha costado un esfuerzo conseguir.
Las experiencias vividas nos
servían para aprender lecciones, aunque cuando éramos jóvenes no lo sabíamos.
Todas esas peleas en el instituto y esas batallas contra profesores con los que
chocábamos eran una oportunidad para aprender a negociar y a comprometernos.
También nos enseñaban que la vida no es justa. A veces la gente no se lleva
bien contigo, a veces te partes el espinazo y aun así no vale para nada. Ya
hemos dejado el instituto, solucionadores de problemas. Me da miedo que
nuestros hijos vayan a dejar el instituto con papá y mamá pendientes de ellos
para resolver cualquier dificultad.
Lo que pasa es que no tenemos los
cojones que tenían nuestros padres. No estamos preparados para decir a nuestros
hijos que no tendrán lo que quieren si no trabajan para comprárselo, porque no
podemos soportar la idea de ver cómo se quedan sin ello o de verlos fracasar.
Les hemos dado todo tipo de cosas; cosas que se echarán a perder, que se
pasarán de moda, que perderán valor, que se quedarán pequeñas o que se
perderán.
Como padres, supongo que algunos
se sentirán bastante orgullosos de haber contribuido de forma material a la
popularidad de sus hijos y de haberles allanado el camino. No es mi caso, y sé
que habrá muchos que estén igual de frustrados que yo. Me preocupa lo que les
hemos robado en ese proceso de dárselo todo.
1. Las
recompensas tardías son algo positivo. Porque enseñan a ser perseverante y a
determinar el valor verdadero de las cosas. Nuestros hijos no tienen ni
puñetera idea de lo que son las recompensas tardías. Para ellos, una recompensa
tardía es esperar a que se cargue la batería del móvil.
2. La
capacidad de resolver problemas y de gestionar las emociones son cruciales. Ahora a los niños se lo dan todo
resuelto. Suerte cuando llames al profesor de la universidad para pedirle que
le dé otra oportunidad a tu hijo porque tenía dos finales más que estudiar y
estaba muy estresado. No te rías, que hay padres que lo han intentado.
3. La
independencia te permite descubrir quién eres realmente, en vez de limitarte a
ser quien los demás esperan que seas. Es algo que yo ansiaba. Estos niños han
cambiado la independencia por coches nuevos y vaqueros caros. Y vivirían así
constantemente mientras pudieran seguir teniendo cosas guays. Yo habría vivido
en un casa a punto de derrumbarse y habría sobrevivido a base de galletitas
saladas y de polos para mantener mi independencia. Un momento... ¡Eso fue
exactamente lo que hice! Me enerva. Se supone que lo suyo es querer crecer y
querer seguir tu propio camino y no vivir bajo las reglas de otra persona o,
como pasa muy a menudo hoy en día, bajo el techo de otra persona.
4. El
sentido común es ese extra que te permite saber hacia dónde está el norte, cómo
se cambia una rueda o cuál es el mejor camino para evitar los atascos. El sentido común se desarrolla
al cometer errores y aprender de ellos. Es una característica que se adquiere
mejor en un entorno en el que un fracaso no tenga consecuencias graves, y solo
se domina al hacer las cosas por uno mismo. Al microcontrolar a nuestros hijos
constantemente, les estamos sentenciando a una vida de inutilidad e ineptitud.
A una determinada edad, ese "no tener ni idea de nada" empieza a ser
peligroso. He visto a mujeres que se han casado para evitar tener que pensar
por sí mismas, y, para algunas, era la opción más inteligente.
5. La
fortaleza mental es la que permite a una persona seguir adelante a pesar de que
todo le salga mal. Los más fuertes son los que acaban teniendo los mejores
resultados. Pasan por despidos, relaciones difíciles, enfermedades y fracasos.
Esta cualidad es consecuencia de las adversidades. La adversidad es algo
positivo. Te enseña de qué pasta estás hecho, confirma eso de que "lo que
no te mata te hace más fuerte". Es la maestra de la vida.
Sé que ahora mismo me estarás
llamando de todo y estarás haciendo una lista mental de razones por las que
este post no es aplicable a ti y a tu hijo, pero recuerda que yo también me
incluyo en esto. Mis hijos no son tan malos como otros, pero porque soy
demasiado pobre y demasiado vaga como para mimarlos hasta ciertos límites. Y no
estoy diciendo que nuestros padres lo hicieran todo bien. Todos esos cigarros
que me he fumado pasivamente y todas esas ocasiones en las que mi padre
conducía mientras bebía cerveza mientras yo iba sentada en el asiento del
copiloto y sin cinturón no eran ideales, ni mucho menos.
Pero sí que creo que en los
setenta los padres definían sus roles como nosotros nunca lo hemos hecho. Me
preocupa que nuestros hijos se vayan de casa con más capacidad intelectual que
nosotros, pero con menos conocimientos sobre la vida, que son los que les darán
el éxito y la independencia de la que nosotros disfrutamos. Es posible que, después de todo,
no seamos nosotros, los padres, quienes salgamos peor parados de esta
situación.
Nuestros padres y nosotros como padres ¿cuando cambió todo a peor?
ResponderEliminarCuando las mujeres (madres) salieron de sus casas.