En una verdadera democracia ninguna creencia o increencia
puede ostentar privilegio alguno, puesto que entonces se discrimina de facto a aquellos ciudadanos que no
comulguen con la particular absurdez del creyente.
Y eso lo saben muy bien en Francia, cuna del laicismo. Allí un
tribunal ha dictaminado que una monumental estatua de Juan Pablo II
emplazada bajo un arco coronado por una gran cruz cristiana atenta contra la separación entre el estado y la iglesia y debe ser retirada
a petición de una organización laicista.
Y mientras tanto, en la capital de España el
nacionalcatólico ayuntamiento de Madrid ha denegado la petición de la retirada
del crucifijo que preside un salón de plenos en donde se sientan los
representantes de la soberanía municipal y hasta se celebran bodas civiles de
parejas que no quieren tener trato alguno con la omnipresente (y por supuesto
todopoderosa) iglesia católica, porque según el concejal de turno este símbolo
máximo de la ignorancia católica ¡no tiene significado religioso! sino que es
una tradición histórica. Y con este estúpido argumento se ha quedado tan
tranquilo el concejal que parece saber más de cristianismo que el propio papa,
que quizás no se haya enterado que el crucifijo que siempre luce con ignorante orgullo no tiene
significado religioso alguno.
En resumen, como siempre la civilización y la democracia acaban en los Pirineos.
En resumen, como siempre la civilización y la democracia acaban en los Pirineos.
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