Porque si hubiera por el más allá un dios amoroso que escuchara las patéticas súplicas de su aborregado rebaño de idiotizados creyentes entonces ningún niño de familias religiosas moriría de hambre, tampoco ningún creyente (de cualquier edad) sufriría esos horribles cánceres “inteligentemente diseñados”, ningún piadoso creyente moriría asesinado en iglesias, escuelas u hospitales ¡que se lo digan a los pobres gazatíes! y las guerras hubieran desaparecido de la faz de la tierra cuando Buda, Jesucristo, Mahoma o cualquier otro de esos descerebrados profetas que tanto abundan entre esta nuestra irracional especie, mal llamada sapiens, hubieran mostrado su “divina” faz.
Pero he aquí, que el mundo sigue siendo un lugar atroz, horrible e inmisericorde, por lo que cualquier mono bípedo dotado de algo de cerebro solo puede concluir que no hay divinidad alguna que vele por nuestros egoístas deseos y que todo ese terrible sufrimiento es debido solo al más puro azar, mezclado desgraciadamente con mucha malicia humana.
Y por tanto, lo único que puede mejorar este desgraciado e infeliz mundo es que los humanos nos pongamos manos a la obra de construir un mundo más igualitario y mejor y que de una vez por todas esa inmensa mayoría de creyentes en la nada deje de perder el tiempo estúpidamente en cruzar la manos y postrarse de rodillas mientras los poderosos y los malvados siguen haciendo de las suyas, mientras el innumerable y aborregado rebaño de creyentes sigue dócilmente sus injustos dictados.
Porque como dijo muy sabiamente Carlos Marx hace ya más de un siglo, la religión es el opio que inyectan los poderosos al pueblo para mantenerlo servil y adormecido. O incluso más, como muy lapidariamente sentenció Bonaparte:
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