Porque lo que predicó el nazareno circuncidado una y otra vez fue que el fin del mundo era inminente, que muchos de los que le escuchaban lo verían con sus propios ojos y que ellos ni siquiera llegarían a morir de muerte natural.
Y claro con esa premisa de premura apocalíptica para que hacer planes de futuro, sus discípulos debían abandonar todo y a todos: posesiones, dinero, riqueza, padres, hijos, familia y amigos puesto que todo era secundario y que debían dedicar todos los esfuerzos de sus cortas vidas, puesto que el futuro estaba a la vuelta de la esquina a prepararse para el inminente Armagedón.
Luego, como la vuelta del nazareno divino se retrasaba año tras año y siglo tras siglo la iglesia tuvo que copiar de la manera menos indisimulada el pensamiento filosófico de los antiguos griegos, de su reflexiva moral prácticamente secular que no emanaba de deidad alguna sino de la fuerte convicción humana.
Y como muy bien indica el filósofo británico Anthony C. Grayling cuando descubrieron que las palabras de ese demente de Saulo de Tarso de que los santos se mantendrían incorruptos hasta el certero Apocalipsis eran de una falsedad manifiesta, puesto que se pudrían al igual que el resto de los mortales pues volvieron a copiar una vez más a los filósofos de la Antigüedad griega y “cristianizaron” la idea del alma, un concepto que para los primeros cristianos (que evidentemente eran de pensamiento judaico) era inimaginable y que les habría hecho revolverse en sus putrefactas tumbas.
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