Enseñar que el sexo es pecado y que por ello uno acabará en
el Infierno se convierte para los adolescentes en una tortura digna de la Inquisición,
un suplicio que les acompañará toda su vida convirtiéndolos básicamente en
tarados emocionales que constantemente reprimirán sus deseos. Y esa Espada de
Damocles constante termina pasando factura en forma de inseguridad e infelicidad
y muchas veces lleva al creyente a convertirse en un depredador sexual.
Y el caso más claro de que esa obsesión con el pecado sexual acaba convirtiendo muchas veces a los creyentes en monstruos, como así lo atestiguan las decenas de miles de asquerosos sacerdotes pederastas que por reprimir sus instintos naturales durante años terminan violando a los más indefensos: los niños.
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