Los creyentes menos fanáticos y más instruidos ya no pueden defender la literalidad de sus libros sagrados, puesto que evidentemente son un desastroso cúmulo de errores científicos y un compendio de manifiesta ignorancia. Es por ello que estos religiosos menos iletrados se han tenido que retirar (muy a su pesar) a una última trinchera consistente en afirmar que aquello que es desconocido o inexplicado por la ciencia debe ser “lógicamente” el producto de su deidad predilecta, lo que ha sido descrito como el “Dios de los Huecos”.
Una vez que la Ciencia ha desvelado que los rayos no son debidos a la ira divina, ni el trueno es producido por el martillo de Thor; una vez que se ha identificado a los microscópicos patógenos como los culpables de esas plagas y epidemias que han asolado a la Humanidad desde sus orígenes y se ha descartado por tanto el castigo divino; cuando los terremotos, los huracanes, los tsunamis han sido perfectamente explicados como meros fenómenos naturales; cuando se ha demostrado de manera inequívoca que la compleja diversidad de la vida no es fruto de ninguna chapucera deidad sino el inevitable resultado de la genética y la selección natural y cuando conocemos casi con matemática exactitud lo acaecido en el Universo desde unos pocos milisegundos tras el Big Bang, poco o menos queda para ese menguante “Dios de los Huecos” que se parece cada vez más al famoso gato de Cheshire del cuento “Alicia en el País de las Maravillas”, porque va menguando rápidamente a medida que pasa el tiempo hasta que el último rastro de su sonrisa desaparezca en el vacío.
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