Porque para nuestros lejanísimos antepasados todo (la lluvia, el trueno, las enfermedades, los desastres naturales y todo lo demás) eran situaciones misteriosas que ellos en su simplicidad mental “explicaron” basándose únicamente en su pobre “conocimiento” y así inventaron toda una casi infinita pléyade de duendes, hadas, trasgos, demonios y dioses que vivían en todas partes: los ríos, las montañas, los lagos, las plantas, los animales y hasta dentro de algunos humanos que eran poseídos por esas poderosas e incognoscibles fuerzas que por otra parte debían ser respetadas y adoradas porque era evidente que con su poder podían destruir fácilmente a unos pobres monos bípedos, con poco pelo y menos fuerza, por lo que se necesitaba de una sumisión constante y de un soborno diario en forma de rezos, sacrificios de animales (y si era necesario de vírgenes, jóvenes y hasta de nuestros propios hijos) para aplacar su poderío y sobre todo su maldad.
Y es así como surgió el animismo, la primera “explicación” y el primer y mayor error de una humanidad que a lo largo de los milenios ha ido complicando cada vez más ese despropósito mental y social llamado religión que nos ha tenido esclavizados con las cadenas de la más ignorante superstición desde hace ya demasiado tiempo.
Y ya va siendo hora, en una época en la que las mejores mentes que ha dado la humanidad están desentrañando los complejos, pero a su vez “simples” mecanismos cerebrales, psicológicos y por qué no decirlo, psiquiátricos de nuestro cerebro que abandonemos ese primordial y más que trágico error de “juventud” de nuestra especie y empecemos a vivir y sobre todo a dirigir nuestras vidas, tanto de manera individual como de forma colectiva con la única herramienta que ha demostrado su persistente eficacia: la Ciencia y dejemos de ser engañados y estafados por esa absurda mezcla de profetas dementes que tanto daño han hecho a unos simples primates africanos.



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