La religión, sobre todo en la infancia, crea una personalidad
débil, enfermiza, insegura y miedosa, incapaz de desarrollarse como un
individuo completo; un trauma que reconfigura el cerebro y termina convirtiendo
al niño en básicamente una marioneta adulta incapaz de tomar sus propias
decisiones.
Porque inculcada desde pequeños esa enfermiza obsesión por el pecado y por ese ojo celestial que todo lo ve, convierte la vida de las personas en la peor cárcel posible puesto que los barrotes están dentro de un cerebro enfermo porque ha sido infectado por el siempre peligroso virus de la fe.
Incluso las personas que han abandonado la “verdadera” fe siguen sintiendo años después de su desconversión ese trauma mezcla de culpa y control que tan eficientemente inculca la religión en los cerebros de primates.
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