Si a esto le sumamos que durante su vida terrenal los creyentes intentan sobornar a la deidad con patéticos rezos para que ese ser todopoderoso les conceda egoístas y miserables dádivas y además perpetran los más terribles delitos contra los derechos humanos en su nombre, es perfectamente razonable que las divinidades no deberían tener en ninguna estima a estos cobardes ególatras.
Sin embargo, un ateo que viva su vida con decencia sin esperar nada a cambio el día de su muerte podría ser de más agrado para una entidad omnisciente que los interesados e infantiles creyentes que le dan la turra día sí y día también con sus patéticas prédicas.
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