No puede haber nada más escandaloso que el maltrato infantil que se repite cada Semana Santa católica, con esas filas de niños tan pequeños que casi son incapaces de andar con soltura, vestidos eso sí de nazarenos de riguroso negro y trasportando humilladamente dolorosas cuando no sanguinolentas imágenes, para que así vayan aprendiendo sin lugar a ningún tipo de duda que deben pagar por unos inexistente pecados cometidos cuando ellos ni siquiera habían nacido y que a este valle de lagrimas se viene a sufrir y a penar desde el principio y hasta el día de la muerte, ya que únicamente somos juguetes (la mayoría de las veces rotos) en manos de ese siempre incompresible, voluble, sanguinario y egomaniaco diosecillo de pastores de cabras capaz de torturar tanto en vida como en la muerte ante la más mínima desviación de sus disparatadas disposiciones, o eso dicen los que saben, los alucinados sotanados que desperdician miserablemente todos sus esfuerzos y su vida a desvelar los absurdos escritos de unos pobres ignorantes dementes azotados por el sol del desierto y la castrante soledad cristiana.
¿Cuando se considerará el adoctrinamiento religioso infantil tal y como lo que verdaderamente es: puro, ignorante y malévolo maltrato infantil? Porque ¿qué puede haber más cruel que imbuir en la sencilla y pura mente de los niños toda esa demente y castrante ideología del pecado, del miedo al cuerpo propio y al ajeno, junto con la omnipresente y asfixiante vigilancia de un rijoso ente todopoderoso dedicado en exclusividad a controlar qué hacemos, qué comemos, con quién fornicamos, qué deseamos y qué pensamos?
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