En un mundo dominado la superstición, unos intrépidos investigadores tuvieron la osadía de desafiar los dogmas previos, estableciendo de manera rigurosa que la enfermedad no estaba producida por entelequias del más allá, ni por los hados del destino, ni siquiera por los caprichos de los dioses sino por unos insignificantes y prosaicos (pero más que letales) microorganismos patogénicos.
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