Ya era hora, se ha acabado el 119 Año Santo Compostelano. Como ya es habitual entre la secta católica se ha celebrado una nueva mentira. Resulta que los católicos acaban de conmemorar otro invento más de su ya dilatada, desbordada y enfermiza imaginación. Resulta que allá por el año 813 un ermitaño cristiano de nombre Pelayo observó durante varias noches unas luminarias extrañas en el bosque Libredón en donde luego se edificaría la ciudad de Santiago de Compostela. Imaginad la cantidad de hongos psicoactivos que habría tenido que tomar el susodicho eremita para tener visiones de fuegos artificiales a lo largo de varias noches consecutivas. Si es que la soledad y el aburrimiento son muy malas consejeras. Pues bien en lugar de pensar simplemente que estaba loco, drogado o alucinado nuestro buen cristiano se dirigió a la cercana Iria Flavia y expuso sus pensamientos al obispo de la diócesis Teodomiro. El obispo que debía estar más aburrido que una mona y viendo el ingente negocio que se podía crear en una comarca dejada de la mano de dios y tan alejada de cualquier ruta con el más mínimo interés como era la Galicia del siglo IX, reunió un séquito y ni corto ni perezoso siguió al iluminado hasta el bosque en donde encontraron milagrosamente tres cuerpos. El avispado obispo bien bajo la admonición del espíritu santo o de algún licor de alta graduación llegó a la conclusión de que eran los cuerpos de Santiago Apóstol y dos de sus discípulos. Ahí es nada. No importa que después de 800 años no hubiera ningún dato fiable del paso del susodicho apóstol sobre la península ibérica, que nunca se haya realizado ningún estudio serio sobre los restos encontrados o que incluso historiadores de prestigio como Claudio Sánchez Albornoz hayan puesto en duda su verosimilitud. Nosotros los españoles seguimos con el cuento del apóstol y el camino de Santiago y hasta el rey de España se abraza a la estatua del pescador.
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