En su reciente visita a España el Papa católico, como no podía ser de otra forma, volvió a cargar contra algunos de los principales demonios de la Iglesia: matrimonio homosexual y aborto. Hoy quisiera hacer algunas anotaciones sobre el matrimonio que seguramente sorprenderán a los defensores de la fe y la tradición. No es verdad que el matrimonio tal y como lo entienden los católicos haya sido la única forma “natural” de regular la convivencia de las parejas. Dejando de lado que diversas culturas que han tenido poliginia o poliandria, en la mayoría el matrimonio era un simple contrato económico al margen de los respectivos dioses que cada pueblo adorara. Desde la aparición del Cristianismo hasta el tardío siglo XII, es decir durante la friolera de más de mil años de enseñanzas verdaderas de la Iglesia, esta naturaleza de acuerdo económico sin ninguna bendición divina se mantuvo inalterable. Por supuesto este acuerdo sólo era llevado a cabo cuando los contrayentes tenían bienes, es decir, nobles o personajes influyentes como mercaderes, etc ya que en caso de ausencia de bienes a regular, como era el caso de los pobres (la inmensa mayoría de la población europea) lo normal era el rapto tanto en su variante voluntaria como en la brutal forzosa. Desde el siglo XII hasta el famoso Concilio de Trento allá por el mil quinientos y pico la idea de que la Iglesia tenía algo que decir sobre el asunto fue creciendo de tal forma que es en el mencionado Concilio y no antes, cuando se establece que el matrimonio es un sacramento. Quince siglos de poder religioso cristiano y sin verdadero matrimonio eclesiástico, es decir, generaciones y generaciones de buenos católicos viviendo en pecado. Por lo tanto, lo que ahora se define por nuestros obispos como la única unión posible ni siquiera fue importante para la Iglesia durante la mayoría de su existencia. Esta forma de actuar en la Iglesia en donde en cada momento se define como dogma inalterable algún precepto que cambia con el tiempo no es algo inusual en la Iglesia católica como lo asevera el hecho que indiscutibles dogmas actuales como la Santísima Trinidad o la Virginidad de María fueron considerados durante siglos herejía por la propia Iglesia.
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